“Luis, arzobispo de Valladolid,
Juan Pablo, presidente de la Cofradía de las Siete Palabras,
Miguel, presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa,
Jesús Julio, alcalde de nuestra ciudad,
Autoridades civiles y militares,
Cofrades de las cofradías penitenciales,
Hermanas y hermanos todos en Cristo.
Jueves 6 de abril, 14 de Nissan, preparación de la Pascua judía. Un grupo de discípulos con su Maestro se reúnen para celebrar una cena de despedida. En esa misma noche, el Maestro es arrestado y sometido a un proceso preliminar en una reunión informal del Sanedrín, el Consejo supremo de los judíos. Un proceso sin garantías, sin derecho a la legítima defensa, repleto de irregularidades. La sentencia oficial será dada en una segunda sesión del mismo Sanedrín al romper el alba del día 7 de abril. En esa misma mañana el acusado es llevado ante el gobernador, Poncio Pilato, que hará ejecutiva la sentencia de muerte. Torturado por el cuerpo de guardia, el condenado será conducido al montículo llamado Gólgota, fuera de las murallas de la ciudad, para ser crucificado. Era el mediodía del viernes 7 de abril[1].
Miércoles 28 de mayo de 1941. Maximiliano Kolbe, un sacerdote polaco franciscano de 47 años de edad, es trasladado al campo de exterminio de Auschwitz. Le marcan con el número 16.670. El oficial de las SS Karl Fritzsch, encargado de Auschwitz, había establecido que cuando un prisionero se fugase castigaría a diez a morir de hambre como represalia. En julio el prisionero Zygmunt Pilawski se fugó y el oficial de las SS seleccionó a 10 presos. Uno de los prisioneros del campo era un sargento polaco de 40 años de edad. Después de haber sido señalado por el oficial, dijo: «He perdido a mi mujer y ahora se quedarán huérfanos mis hijos». Maximiliano enseguida, dio un paso adelante y le dijo al oficial que quería ocupar el lugar de ese hombre: «No tengo a nadie. Soy un sacerdote católico».
El 31 de julio los diez prisioneros fueron introducidos en el Bloque 11, un búnker subterráneo de aislamiento. Después de estar privados de agua y comida durante dos semanas, el padre Kolbe y otros tres prisioneros aún seguían vivos. Los guardias de las SS testificaron que, en lugar de gritos de desesperación, de aquella celda salían cantos y oraciones. Kolbe animaba a los demás a no perder la esperanza, a confiar en Dios hasta el final. Finalmente, los nazis les administraron una inyección letal. Maximiliano le dijo al jefe de la enfermería y encargado la inyección de fenol: «usted no ha entendido nada de la vida, el odio es inútil, solo el amor crea». Sus últimas palabras fueron: «Ave María». Era la noche del 14 de agosto de 1941, víspera de la fiesta de la Asunción.
Viernes 18 de abril de 2025. Nos reunimos como creyentes, en este incomparable entorno de la plaza mayor de Valladolid, para meditar sobre las últimas palabras de nuestro Señor Jesucristo en la cruz que, en este año jubilar, se tiñen del color de la esperanza, «una esperanza que no defrauda» (Rm 5,5), invitándonos a mirar hacia el horizonte del amor de Dios, un amor que se manifiesta plenamente en la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Todos esperamos. Como cristianos, somos “peregrinos de esperanza”. Sin embargo «encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad»[2]. Paradójicamente, en la cruz, Cristo nos revela la esperanza más grande: que la muerte no tiene la última palabra, que el pecado no es más fuerte que la misericordia y que, en el momento de mayor oscuridad, Dios está obrando la redención.
El sacrificio de Cristo en la cruz nos recuerda que, incluso en el horror más profundo, allí donde la crueldad y la desesperanza parecen reinar, Dios sigue actuando a través del amor, tocando corazones, haciendo nacer la vida. En la cruz, la esperanza parece extinguirse a los ojos del mundo, pero para nosotros los creyentes se convierte en el punto de partida de una vida transformada.
Acompañemos a Jesús en su agonía y dejemos que sus últimas siete palabras transformen nuestro corazón, como iluminaron el corazón de Kolbe y de tantos otros hombres y mujeres que configuraron su vida con los sentimientos del corazón de Cristo. Digamos con el poeta:
Déjanos, Señor, escucharte;
llámanos para seguirte;
háblanos para poder amarte[3].
Primera Palabra
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,33-34).
La primera y última palabra del crucificado comienzan con un Padre: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» / «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El momento de la muerte del Hijo es un diálogo con su Abba, una conversación íntima que prolonga la de Getsemaní, donde Jesús acepta sin condiciones la voluntad del Padre[4]. Ahora, en medio del dolor, Jesucristo nos enseña el perdón. No espera a que sus verdugos se arrepientan, sino que intercede por ellos ante el Padre. Esta actitud de Jesús es el cumplimiento de lo anunciado en Isaías: «Fue contado entre los malhechores y llevó sobre sí el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores» (Is 53,12).
Jueves 22 de septiembre de 2005. Héctor, de 25 años de edad, huérfano y adicto al alcohol, que sufrió abusos sexuales siendo niño y estuvo internado en varias instituciones de menores, asesinó a golpes a Mariano, de 27 años de edad, en la localidad de El Hoyo (Argentina). Un año después, el 7 de noviembre de 2006, Ana María, madre de Mariano, acudió al juicio en la localidad argentina de Esquel. Acababa de declarar el primer testigo en el caso. Ana María se acercó al asesino de su hijo, lo perdonó públicamente, le regaló un rosario, lo abrazó y le pidió acercarse a Dios. Ante los presentes, la mujer afirmó:
«Solamente la oración calma cada día mi dolor. Ayer cuando fui a la iglesia de San Cayetano, le oraba a la Virgen y pensaba que mi hijo está con Dios. Pero también pensaba en ti, que eres tan joven. No te voy a hacer daño. Sólo quiero darte esto (le dijo antes de entregarle un rosario). Solo Dios cura las heridas. Yo te perdono. Y si mi hijo te ofendió te pido perdón. Yo lo amaba y ahora quiero que tú no sufras. El destino que te toca me duele porque trabajo con jóvenes. En esta tierra hay mucha violencia. Y tú has sido víctima de ella desde que naciste. Es el amor el que también ayuda a curar las heridas».
Y lo abrazó. Ante estas palabras, el acusado estalló en llanto[5]. «Mientras, los jueces los miraban como quien mira algo que parece de otro mundo. Mientras, en la sala colmada de público sólo se oía un silencio de otro mundo. Mientras, un fotógrafo tomaba una foto de algo que nunca pasa en este mundo. El mundo fue efectivamente otro mundo por unos minutos. Otro mundo»[6].
El perdón no es una debilidad, sino una gracia. Per-donare, significa condonar la deuda completamente, y esto es un don que solo Dios puede conceder. Ana María, siguiendo el ejemplo de Jesús, decidió romper el ciclo del odio y confiar en la justicia de Dios.
La frase «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» pronunciada por el Señor poco antes de morir, delinea el perfil de la misericordia divina. Jesucristo es el salvador misericordioso que no juzga, que no maldice, que perdona a los pecadores, acoge a los marginados y enseña el amor a los enemigos (Lc 6, 27-36). Su súplica en la cruz cumple coherentemente la enseñanza de su predicación y hace resonar con fuerza vital las palabras del Salmo: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad» (Sal 103, 8).
El perdón cristiano no niega la existencia del mal ni la necesidad de justicia, sino que apunta a una justicia superior: la justicia del amor y la misericordia de Dios. Cristo no niega la culpa de la humanidad, sino que la asume y la cancela en sí mismo, llevando en su carne el castigo del pecado[7]. De este modo, el perdón de Dios no es simplemente un acto de indulgencia, sino un acto de redención. La justicia humana puede condenar y castigar el pecado, pero solo Dios puede cancelarlo realmente, ofreciendo la posibilidad de conversión.
Cristo, al clamar «Padre, perdónalos», está mostrando que su misión no es destruir a los pecadores, sino salvarlos. Su perdón no es una simple absolución, sino un acto de intercesión, en el que Jesús pide al Padre que abra la puerta de la misericordia incluso para aquellos que lo crucifican. Esto nos enseña que el perdón cristiano no es un mero gesto humano, sino una participación en la misericordia de Dios.
Cuando Jesús dice «porque no saben lo que hacen», no está negando la gravedad del pecado, sino ofreciendo a sus verdugos la posibilidad del arrepentimiento y la conversión. «El perdón no significa excusar el mal o hacer como si no existiera. Significa más bien que Dios, en su amor misericordioso, siempre ofrece al pecador la posibilidad de arrepentirse y cambiar»[8]. La misericordia de Dios es más grande que cualquier culpa. «Nadie puede poner un límite al amor de Dios que perdona»[9].
El pecado nos aleja de Dios, pero su misericordia nos restaura. El Señor desde la Cruz nos invita a volver al Padre, con la certeza de que su amor es mayor que nuestras caídas. Aferrémonos a esta Cruz, árbol de salvación, no con miedo, sino con la seguridad de que de ella brota la vida eterna.
El Jubileo de la Esperanza es una oportunidad para redescubrir esta dimensión del perdón, que no solo cambia al que lo recibe, sino también al que lo ofrece. Un perdón que es fuente de esperanza porque renueva en nosotros la confianza en la fidelidad de Dios, que nunca abandona a los suyos, nos reconcilia con Él y nos devuelve la dignidad de hijos, nos abre un nuevo futuro en el cumplimiento de la promesa del Señor de heredar su reino.
Segunda Palabra
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 39-43).
Jesús, que durante su vida pública acogió a publicanos, prostitutas y pecadores, enfermos y marginados, concluye su existencia cumpliendo una pena infame en compañía de dos delincuentes. El evangelista Lucas los llama malhechores, transgresores de la ley. Jesús no es un malhechor, pero está corriendo solidariamente su misma suerte. La promesa de Jesús: «hoy estarás conmigo en el paraíso», nos recuerda la esperanza que encontramos en la Escritura: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11).
Domingo 6 de abril de 1930. Nace en Francia, en el seno de una familia acomodada, Jacques Fesch. Su padre era banquero y artista, pero tenía una personalidad difícil, marcada por el autoritarismo y la frialdad. Esta relación distante dejó huella en Jacques, quien, a pesar de una infancia sin carencias materiales, creció sintiéndose incomprendido y rebelde. Se casó joven y tuvo una hija, pero fue un marido ausente, infiel y desorientado.
El 25 de febrero de 1954, con tan solo 24 años, Jacques intentó robar una casa de cambio con el fin de comprar un barco y «escapar de la vida que llevaba». Durante el atraco, las cosas se salieron de control: en la huida, mató a un oficial de policía y dejó herido a otro hombre. Fue arrestado poco después. El sistema judicial francés fue inflexible. En 1957, fue condenado a muerte por guillotina.
Durante sus años en la cárcel, esperando la ejecución, Jacques vivió una transformación interior radical. Al principio ateo y nihilista, comenzó a leer la Biblia, hablar con un capellán y reflexionar sobre su vida. Esta búsqueda lo llevó a una experiencia profunda de conversión. En sus cartas y diarios, que fueron publicados póstumamente, reconocía sus pecados, aceptaba su castigo, y ofrecía su sufrimiento por otros.
En la última página del diario, publicado después de su muerte, escribió: “En cinco horas veré a Jesús”. El día de su ejecución, recibió los sacramentos, oró con serenidad y partió en paz[10]. Después de su muerte sus cartas y su diario se convirtieron en una fuente de inspiración espiritual para muchos. El cambio radical en su interior fue tan evidente que la Iglesia Católica francesa inició en 1993 su proceso de beatificación.
Las palabras de Jesús, «hoy estarás conmigo en el paraíso», nos revelan que la salvación no es un acontecimiento lejano, sino una realidad inmediata para quien confía en Cristo. En el momento de la cruz, donde todo parece derrota y abandono, Jesús afirma que la salvación es «ahora», inmediata. El hoy dicho por Jesús es el enlace entre el presente y la eternidad, es el tiempo de Dios (kairós) que irrumpe en el tiempo humano (chrónos). El hoy desde la cruz se convierte en el umbral entre el tiempo y la eternidad. El hoy muestra que el amor de Dios no tiene condiciones ni aplazamientos: actúa incluso cuando parece que todo está perdido.
En una sociedad donde a menudo etiquetamos a las personas por sus errores, debemos recordar que Dios nunca deja de ofrecer una nueva oportunidad. La misericordia de Dios es infinita y no hay pecado que Él no pueda perdonar si hay verdadero arrepentimiento. Dios nunca tira la toalla, siempre da la posibilidad de redención.
Desgraciadamente los humanos juzgamos según nuestra propia medida, no según la de Dios. Y cuando el Señor perdona sin condiciones a quien, con dolor, se acerca a Él, algunos se escandalizan, se rasgan las vestiduras. Tienen una imagen tan mezquina de Dios y tan alto concepto de sí mismos, que son incapaces de descubrir el valor redentor de la muerte de Cristo y el amor incondicional de Dios que siempre está dispuesto al perdón.
Hoy, hermanos, «se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[11]. La meta es el cielo.
Tercera Palabra
«Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre»
Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (Jn 19,26-27).
Desde la cruz, Cristo instituye una nueva familia basada en la fe, una nueva familia espiritual. En el Calvario, Jesús nos enseña que el amor puede redibujar los lazos familiares más allá de la sangre, más allá de la dimensión natural de la maternidad, porque la fe crea una comunidad de pertenencia y de cuidado. Ya lo había afirmado el Maestro cuando «extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt. 12, 49-50).
10 de agosto de 2012. Cori, enfermera de neonatos, que había dejado su trabajo por una crisis grave de salud, recibe una llamada de un hospital de Wisconsin (USA) en donde le ofrecen hacerse cargo de una bebé sin nombre de dos semanas y que no tenía nadie quién la cuidara. La bebé había nacido sin el hemisferio derecho e izquierdo del cerebro, estaba en estado vegetativo, sorda y ciega, y no respondía a otro estímulo más que del dolor. Si nadie se encargaba de ella, la bebé moriría sola en el hospital.
Cori y su esposo Mark, padres de 8 hijos, aceptaron cuidarla. Le pusieron nombre -Emmalynn- y la trataron como un miembro más de la familia. La llevaban a todas partes, le daban cariño, le hablaban y siempre estaban con ella.
Durante cincuenta días, esta fue su vida. Cuando Cori comenzó a darse cuenta que la fuerza de Emmalynn se extinguía, reunió a todos sus hijos, que acompañaron a la pequeña, le cantaron, la abrazaron. Finalmente, Cori la tomó en sus brazos mientras le cantaba y a los pocos minutos descubrió que no respiraba. Había muerto rodeada de amor y compañía[12].
Jesús nos entrega en la cruz a María como madre. No estamos ante un testamento doméstico, ni ante una fórmula legal de adopción, sino ante unas palabras solemnes que revelan el misterio y significado último de la persona, de su misión salvífica. María aparece con una nueva función maternal: será madre de todos los creyentes. El discípulo amado, que ha perseverado hasta el final, es ahora el hijo, símbolo de todos los creyentes que son presentados a la Madre.
«Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que “todo está cumplido” (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre»[13].
María no es solo la madre biológica de Jesús. Es la madre que acompaña al nuevo nacimiento de los hijos de Dios, nacidos del costado abierto de Cristo crucificado. María es presencia cercana y maternal, especialmente en los momentos de cruz. Ella educa en la fe, enseña a escuchar a Jesús, a confiar en medio de la noche, a perseverar en el dolor. María es madre que intercede, madre que guía, madre que abraza. «Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes»[14].
Cuando el evangelio dice que el discípulo la acoge «como algo propio», no se refiere solamente a su hogar físico («en su casa», se ha traducido comúnmente) sino que la expresión griega original implica una acogida íntima y profunda, como parte esencial de su propia vida; la acoge en su mundo interior, en su ser. La relación no es meramente de cuidado material, sino de una nueva comunión espiritual.
María «al pie de la cruz, mientras veía a Jesús inocente sufrir y morir, aun atravesada por un dolor desgarrador, repetía su “sí”, sin perder la esperanza y la confianza en el Señor […] y en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre, Madre de la esperanza. No es casual que la piedad popular siga invocando a la Santísima Virgen como Stella maris, un título expresivo de la esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir esperando […] Ella que para el santo Pueblo de Dios es signo de esperanza cierta y de consuelo»[15].
Cuarta Palabra
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46).
Jesús, a punto de morir en la cruz, está recitando el Salmo 22. En la tradición judía, citar el comienzo de un salmo implicaba hacer referencia a su totalidad. Un salmo de David que comienza con estas palabras de angustia, pero que termina con una afirmación de confianza en la salvación y la justicia de Dios: «porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó».
Miércoles 7 de abril de 1994. Immaculée estaba en casa para las vacaciones de pascua. Su hermano entró en su habitación en la mañana y le dio la noticia de que el presidente del país había sido asesinado por la noche. El asesinato desencadenó un genocidio nacional en Rwanda que duró 100 días y que se cobró más de 800.000 vidas.
Allí estaban otra vez. Fuera, a escasos centímetros de su pequeño refugio, decenas de hutus blandían sus machetes y entonaban, fanáticos, su grito de guerra: «Matadlos, matadlos, matadlos a todos. Matad a los grandes y también a los pequeños, matad a los viejos y a los jóvenes»[16].
Confiesa Immaculée el miedo que sintió entonces: «en ese momento tu cuerpo no responde. Se sacude de miedo, empiezas a temblar. Se te revuelve el estómago y sientes que necesitas ir al baño. Te duele la cabeza, la piel te quema, como si estuvieras en una cama de carbón, la mente se vuelve loca, intentas tragar y no tienes saliva.
Aunque no era la primera vez que iban a por mí, aquel día fue especial. Sabía que, si me encontraban, no tendrían piedad. Cerré los ojos y recé para desaparecer. Mordí la Biblia -quería que las palabras de Dios resbalaran hasta mi alma-, quería sentir su fuerza, pero solo acertaba a ver lo que me harían los asesinos: la tortura, la humillación, la muerte. ¿Y entonces? Dije: “Dios mío, ¿por qué me haces pasar por esto?, ¿qué más puedo hacer para demostrarte mi amor? Estaba cansada. De repente me sentí vaga, ligera, las voces de los asesinos eran ya un susurro, y pude ver, encima de mí, a Jesús que me dijo: Confía y te salvaré».
Cuando esto sucedió, Immaculée Ilibagiza, entonces de 24 años, llevaba más de dos meses encerrada en un pequeño baño junto a otras siete mujeres. 91 días sin tumbarse, sin caminar, sin estirar las piernas, sin apenas comer y sin poder hablar más que por señas. El dueño de la casa, un pastor protestante de etnia hutu, no había dicho a nadie, ni siquiera a sus hijos, y no podía llevarlas más alimento que las sobras de su familia. Immaculée salió de aquel baño y quedó bajo la protección de las tropas francesas. Entonces supo que todos los suyos se habían ido para siempre.
Jesús, plenamente Dios y plenamente hombre, experimenta el abandono, la desesperación y la angustia, compañeras del dolor. No solo sufre físicamente, sino que también experimenta el vacío emocional y espiritual. Cuando Jesús pronuncia estas palabras, no solo expresa el dolor de su situación, sino que nos invita a ver en Él el cumplimiento del Salmo, a que mantengamos inquebrantable nuestra esperanza en un Dios «que es capaz de intervenir misteriosamente para sacar bien del mal con su poder y con su infinita creatividad»[17].
Aunque Dios puede parecer callado o distante, está presente en medio del dolor, no es indiferente al sufrimiento humano. Esta presencia puede no ser inmediata ni evidente, pero se manifiesta a través de la solidaridad con los sufrientes. El silencio de Dios es un misterio profundo. Dios no siempre responde a nuestras expectativas humanas de manera clara o inmediata. Muchos por esto mismo se apartan de Él. Pero para los creyentes es una invitación a vivir desde una fe más profunda y confiada, que no depende de las sensaciones o consolaciones emocionales, sino de la certeza de que Dios sigue presente, incluso cuando no lo percibimos.
Ciertamente hay mucho más en juego de lo que podemos comprender porque el sufrimiento no es necesariamente inútil, sino que puede ser una oportunidad para crecer espiritualmente, para participar en el sufrimiento de Cristo y transformar el dolor en algo que tiene un propósito mayor en el plan de Dios, una forma de «completar lo que falta en los sufrimientos de Cristo» (Col 1, 24), una participación en su sacrificio redentor.
El silencio de Dios ha de ser entendido en el contexto de la esperanza cristiana. El sufrimiento humano es real y doloroso, pero la historia no termina en el sufrimiento. Al final de los tiempos, «Dios hará nuevas todas las cosas» (Ap 21, 4), y en ese momento, todas las preguntas encontrarán su respuesta en la plenitud de la revelación divina.
Quinta Palabra
«Tengo sed»
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca (Jn 19, 28-29).
Estas palabras se conectan con el Salmo 69: «Me dieron hiel por comida y en mi sed me hicieron beber vinagre» (Sal 69, 22). Su sed física es real, pero al ser el Verbo encarnado, cada gesto suyo tiene una dimensión salvífica. Él había prometido un agua que los que la bebieran no tendrían jamás más sed (Jn 4, 14). El dador de agua, se siente sediento. ¿Qué diría ahora la Samaritana a la que prometió el agua de la vida eterna?
Pero no es solo sed de agua, es sed de almas, sed de amor, sed de la voluntad del Padre cumplida en la salvación del mundo. Cristo sufre y su mayor deseo es la salvación de la humanidad. Cristo tiene sed de que el hombre se acerque a Él y sacie su sed de amor. «La sed de Jesús, de hecho, no es solo física, expresa las sequedades más profundas de nuestra vida: es sobre todo la sed de nuestro amor. Es más que un mendigo, está sediento de nuestro amor»[18].
Martes 10 de septiembre de 1946. La Madre Teresa, se dirigía al pie del Himalaya, al convento de Loreto, para participar en un retiro espiritual. Era la directora del Colegio St. Mary en Calcuta, donde además era profesora de geografía e historia. Si bien disfrutaba enseñar en el colegio, cada vez se perturbaba más por la pobreza existente en Calcuta. La hambruna de 1943 en Bengala trajo consigo miseria y muerte a la ciudad, mientras que la ola de violencia suscitada en agosto de 1946 hundió a la población en la desesperación y el terror.
De noche en el tren sin poder dormir, pensando en la parábola del juicio final descrita por Jesús, «porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…», sintió una llamada con toda claridad en su alma, una «llamada dentro de la llamada». Así la describe: «El mensaje era muy claro. Tenía que consagrarme a cuidar de los pobres. Jesús tenía sed de mí y ellos de mi amor y Jesús de que les diera de beber a él en ellos. Era una orden. Supe que tenía que ir, pero no sabía cómo había de llegar allí. No era nada fácil».
Tras haber recibido capacitación médica básica en París comenzó a trabajar entre los pobres en 1948. A comienzos de 1949, se le unió un grupo de mujeres jóvenes y sentó las bases para crear una nueva comunidad religiosa que ayudara a los «más pobres entre los pobres»: las Misioneras de la Caridad. La finalidad de la Congregación, saciar la sed de Jesucristo en la cruz del amor de las almas.
En el momento de su fallecimiento, la orden operaba 610 misiones en 123 países, incluidas tareas en hospicios y hogares para personas con sida, lepra y tuberculosis, comedores populares, programas de asesoramiento para niños y familias, orfanatos y escuelas. En la capilla de cada una de sus casas, en la pared, junto al Crucificado, hay una leyenda: «Tengo sed». Es un recuerdo permanente de que cada religiosa está llamada a saciar la sed de Jesús en la Cruz con su amor.
La espiritualidad cristiana es una «espiritualidad del cuidado». Cuidar no es solo asistir o hacer favores. Cuidar es una actitud profunda del corazón que nace de la fe: es tomar sobre sí la fragilidad del otro, hacerse cargo del sufrimiento ajeno, proteger la dignidad del herido. Cuidar es una forma de ver, de estar, de actuar. Es decir, con la vida: «tú me importas. No eres invisible. Eres digno de ser amado».
«A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás […] que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura»[19].
Cuidar es hacer visible el rostro de Dios a través de nuestras manos, nuestros gestos, nuestra ternura. Es prolongar el amor de Cristo más allá de las palabras. Es acompañar, proteger, estar presente, consolar. Es un modo de ser, de habitar el mundo desde la compasión y la fe. Es necesaria una cultura del cuidado como camino para una sociedad más humana y fraterna. «La cultura del cuidado, como compromiso común, solidario y participativo para proteger y promover la dignidad y el bien de todos […] es un camino privilegiado para construir la paz»[20].
La Iglesia, reflejando el corazón de Cristo, está llamada «a convertirse en un auténtico “hospital de campaña”. Su misión, sobre todo en las circunstancias históricas que atravesamos, se expresa, de hecho, en el ejercicio del cuidado. Todos somos frágiles y vulnerables; todos necesitamos esa atención compasiva, que sabe detenerse, acercarse, curar y levantar»[21]. Una Iglesia hospital de campaña porque no espera a que la gente llegue perfecta, sino que sale al encuentro de la humanidad herida, con compasión, cercanía y consuelo. Una Iglesia que proclama que «el amor crea vínculos y amplía la existencia cuando saca a la persona de sí misma hacia el otro»[22]. Una Iglesia que acoge a todos, especialmente a los más heridos por el pecado, la pobreza, la soledad, el fracaso, las dudas…
En un mundo herido y desconfiado, la Iglesia que sana en lugar de condenar, que abraza en lugar de rechazar, se convierte en un signo luminoso de la esperanza cristiana.
Sexta Palabra
«Todo está cumplido»
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30).
Para Jesús vivir es obedecer al Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). Una obediencia que se fue expresando a lo largo de su existencia y que le llevó desde la encarnación hasta la cruz; una obediencia que comprometió toda su libertad, todo su ser. Jesús mira constantemente al Padre, sólo vive de la mirada del Padre y de nadie más.
Lunes 2 de octubre de 2006. Carlo no se encontraba bien… parecía una gripe normal. El domingo 8 de octubre las condiciones de Carlo empeoran dramáticamente y lo trasladan a una clínica de Milán, donde le diagnostican una leucemia fulminante de tipo M3. Al día siguiente, lunes, es transferido al hospital San Gerardo de Monza. El martes pide recibir la Unción de los enfermos y la Comunión. El miércoles entra en coma por una hemorragia cerebral causada por la leucemia. Los médicos, a las 17.00 horas, lo declaran clínicamente muerto, tras haber cesado todas las funciones cerebrales. El jueves 12 de octubre, a las 6.45 el corazón de Carlo deja de latir. Dos días después se celebra el funeral en la Parroquia «Santa Maria Segreta». La iglesia estaba tan llena que muchos se vieron obligados a permanecer fuera, a la mayoría la familia no los había visto en la vida. Se trataba de muchos inmigrantes y personas sin techo con quienes Carlo compartía su comida[23].
Carlo era un chico normal que «fue capaz de usar las nuevas tecnologías para transmitir el Evangelio, para comunicar valores y belleza […] Veía que muchos jóvenes, aunque parecen distintos, en realidad terminan siendo más de lo mismo […] no dejan brotar los dones que el Señor les ha dado, no le ofrecen a este mundo esas capacidades tan personales y únicas que Dios ha sembrado en cada uno. Así, decía Carlos, ocurre que “todos nacen como originales, pero muchos mueren como fotocopias”»[24].
Cuando murió, Carlo tenía apenas 15 años de edad. Había confesado a los más cercanos: «Estoy contento de morir porque he vivido mi vida sin malgastar ni un solo minuto de ella en cosas que no le gustan a Dios». «Estar siempre unido a Jesús, ese es mi proyecto de vida: vivir con Jesús, para Jesús y en Jesús».
Con estas pocas palabras Carlo Acutis traza el rasgo distintivo de su breve existencia. Lo llaman «el influencer de Dios», el «ciberapóstol de la Eucaristía», «el santo de la red». Carlo será canonizado el próximo 27 de abril por el Papa Francisco.
«Todo está cumplido» no es solo una frase de muerte, sino una declaración de sentido, de misión, de fidelidad vivida hasta el final. No significa una vida sin sufrimiento, sino una vida entregada, fecunda, consumada en el amor. Una meta de plenitud alcanzada.
«La humanidad de Jesús es la humanidad más lograda, más acabada, mejor realizada, la que se corresponde totalmente con el proyecto de Dios. Por eso, Cristo, Hombre perfecto, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[25]. Nosotros somos finitos, pecadores, incompletos, pero estamos, no obstante, llamados a la santidad: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 11,45), una santidad que cada uno debe encontrar (LG 11), porque «lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7)»[26] y lo ponga al servicio del Reino.
Es verdad que «a veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial […] Es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida […] Nosotros nos entregamos, pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca»[27].
Cristo exaltado en la cruz «entregó el espíritu»: no sólo expiró con la emisión del respiro final, sino que donó el Espíritu. «Ese soplo final que sale de los labios de Jesús muriente es el mismo gesto que realizará en la tarde de la Pascua, en lo que los exegetas llaman el pentecostés joánico: “sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). Este don se transforma en el principio del renacimiento de la humanidad pecadora: “a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23)»[28].
Demos gracias a Dios por pertenecer a esta gran familia de la Iglesia que, animada por el Espírito del Señor, sigue ofreciendo esperanza al mundo a través de tantos «santos de la puerta de al lado» que viven cerca de nosotros como un reflejo de la presencia de Dios, que dan testimonio de que es posible la fidelidad hasta el final, en esta constancia para seguir adelante día a día pesar de las dificultades[29].
Séptima Palabra
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró (Lc 23, 46).
Jesús se entrega totalmente al Padre y una vez más reza en voz alta con un Salmo: «A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás» (Sal 31,6). Es el acto supremo de confianza. «Jesús pone en las manos del Padre todo lo que es y posee, su mismo ser viviente, su potencia vital. El espíritu (pneuma) no es solo el principio antropológico de la existencia, infuso por el Creador en el origen de la persona humana y retirado en la muerte, sino también la presencia divina en el ser humano. En el momento de la muerte Jesús devuelve al manantial divino no solo el río de su vida sino también toda su misión»[30].
Domingo 15 de mayo de 2022. El papa Francisco canoniza en Roma a Charles de Foucauld. Nació en Francia en 1858. Vivió una vida acomodada, y durante años se alejó completamente de la fe. Fue explorador, militar y científico. Era inteligente, brillante, pero vacío. Tras una experiencia profunda de conversión, se rindió por completo a Dios. Pasó de una vida mundana a una entrega total, silenciosa, escondida.
Dejó todo lo que tenía: comodidades, honores, y se fue al desierto del Sahara, a vivir entre los más pobres, como un hermano entre los musulmanes del norte de África. No fue allí a convertir, sino a amar en silencio, a vivir la presencia de Jesús en lo escondido, como “hermano universal”.
Murió en 1916, solo, asesinado en su pequeña ermita por un grupo armado, sin testigos, sin gloria humana, sin seguridad. Murió pobre, como vivió, y su muerte pasó casi desapercibida. Pero en ese final oscuro, su entrega total a Dios se había consumado.
Su conocida oración del abandono expresa mejor que mil discursos lo que significa decir como Jesús: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Padre mío, me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Cuando Jesús dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», está diciendo también: «Ya no tengo fuerzas, ya no puedo más. No controlo nada. Todo a mi alrededor se desmorona. Pero tú, Padre, sigues siendo mi roca, mi refugio, mi esperanza. Aunque todo se derrumbe, yo sé que tú no me dejarás caer». Es un acto radical de abandono, no resignado, sino lleno de fe. No se trata de «dejarse morir», sino de dar la vida libremente a Quien sabe cuidar lo más profundo: el alma, el corazón, el misterio de quién somos.
¿Por qué no es resignación? Porque la resignación es fría, pasiva, casi desesperada: «No se puede hacer nada, me rindo». Pero la entrega confiada es muy distinta: es activa, amorosa, libre, es un salto al vacío, sabiendo que el vacío está lleno de Dios.
Decir «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» no es simplemente morir bien, es vivir de otro modo. Es la oración de quien ha entendido que el amor de Dios no depende de que todo salga bien, ni de que la vida sea fácil, ni de que se cumplan nuestros planes. Es la oración del que, aunque haya oscuridad alrededor, cree firmemente que no está solo, porque el Padre sigue ahí, silencioso, fiel, presente. Es también un acto de libertad interior, porque quien se entrega al Padre así, sin condiciones ni garantías, ya no es esclavo del miedo, ni del control, ni de la necesidad de comprenderlo todo.
Cada vez que nos enfrentamos al dolor, a la incertidumbre, a la pérdida o a la impotencia… Cada vez que sentimos que ya no podemos más… Cada vez que algo en nosotros muere —una etapa, un vínculo, una certeza—, también podemos decir: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Y aunque no veamos respuestas inmediatas, algo profundo sucede: Dios sostiene nuestro espíritu, lo llena de paz y esperanza. Dios acoge lo que entregamos. Dios transforma incluso aquello que parece perdido. Porque confiar así no nos hace más débiles, nos hace más hijos, nos hace más libres, nos permite entregar el alma sin perderla, porque reposa en las manos del Padre.
EPÍLOGO
Aunque a los ojos del mundo la muerte parece ser el final absoluto, sin embargo, la fe cristiana proclama que la cruz no es el término de la historia, sino el inicio de la vida nueva. En la resurrección de Cristo, la muerte es vencida y transformada en el umbral de la gloria. Como dice San Pablo: «Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». (1Cor. 15, 54-55).
Cristo, al resucitar, derrota a la muerte no solo como realidad biológica, sino como consecuencia última del pecado. La Pasión no es el final, sino el camino que conduce a la gloria. Este mensaje es clave en el Jubileo de la Esperanza: somos peregrinos hacia la eternidad, llamados a vivir desde ahora la certeza de la vida nueva en Cristo.
Contemplemos el misterio de la cruz como el lugar donde nuestra esperanza se afianza, donde aprendemos que la entrega, el amor y la confianza en el Padre nos llevan a la resurrección. Abracemos nuestras cruces con la certeza de que el amor de Dios nos sostiene, que su misericordia nos restaura y que su promesa de vida eterna es nuestra mayor esperanza.
Que así sea. Con la ayuda de Dios. Amén.”
[1] Una reconstrucción hecha por John P. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico I. Las raíces del problema y de la persona, Navarra: Verbo Divino, 2018, 393-405.
[2] Francisco, Spes non confundit, bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025 (09.05.2024), n. 1.
[3] Últimos versos del Poema de las Siete Palabras 2025, escrito por el periodista David Frontela.
[4] G. Ravassi, le sette parole di Gesù in croce, Brescia: Queriniana, 2022, 53-54.
[5] El hecho insólito fue recogido por la prensa argentina: CLARÍN: Último Momento / La mujer que perdonó y abrazó al joven que mató a su hijo contó que el gesto le “salió del corazón” Ana María Suárez dijo que fue “un acto espontáneo” que le surgió cuando vio que el acusado por el crimen había admitido su responsabilidad y tenía lágrimas en los ojos. El caso ocurrió en Chubut, en el primer día del juicio. Redacción 11/11/2006.
[6] Así nos lo relata un periodista presente: LA NACION: Opinión Ana María y Héctor, 17/11/2006.
[7] Cf. Is 53, 5; 2Cor 5, 21.
[8] San Juan Pablo II, encíclica Dives in Misericordia (30.XI.1980), n. 14.
[9] Francisco, Misericordiae Vultus, bula de convocación del jubileo extraordinario de la misericordia (11.IV.2015), V.
[10] Jacques Fesch, Dentro de cinco horas veré a Jesús. Diario de prisión, Madrid: Ediciones Palabra, 20238.
[11] Benedicto XVI, carta encíclica Spes salvi (30.XI.2007), n. 1.
[12] María Ximena Rondón, reportaje “Esta madre y su familia adoptan bebés enfermos y moribundos que nadie más quiere”, en: ACIPRENSA, 5 de febrero de 2016.
[13] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 285.
[14] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 288.
[15] Francisco, Spes non confundit, n. 24.
[16] La biografía contada por ella misma: Inmaculée Ilibagiza, Lo que queda por contar: Descubriendo a Dios en medio del Holocausto de Ruanda, Nueva York, 2006.
[17] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 278.
[18] Francisco, Ángelus del domingo 12 de marzo 2023.
[19] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 270.
[20] Francisco, Mensaje para la celebración de la LIV Jornada Mundial de la Paz (01.01.2021).
[21] Francisco, Mensaje para la XXXI jornada mundial del enfermo (11.02.2023).
[22] Francisco, carta encíclica Fratelli Tutti (03.10.2020), n. 88.
[23] Angela Mengis Palleck, La extraordinaria ordinaria vida de Carlo Acutis: VATICAN NEWS 10.10.2020
[24] Francisco, exhortación apostólica Christus vivit (20.03.2019), nn.105-106.
[25] Martín Gelabert Ballester, OP, Cristo, perfección de lo humano, en el Blog Nihil Obstat (14.12.2015).
[26] Francisco, exhortación apostólica Gaudete et exsultate (19.03.2018), n. 11.
[27] Francisco, carta encíclica Evangelii Gaudium, n. 279.
[28] Gianfranco Ravasi, Le sette parole di Gesù in croce, 163.
[29] Francisco, exhortación apostólica Gaudete et exsultate, n. 6.
[30] Gianfranco Ravasi, Le sette parole di Gesù in croce, 180.