Valladolid Cofrade Semana Santa de Valladolid 2024

Carlos Aganzó pregonó la Semana Santa de Valladolid (TEXTO ÍNTEGRO)

«Valladolid tiene el corazón tejido con paño de oro. Paño recio sobre la piel más recia todavía. Valladolid tiene el corazón trenzado con los ñudos de la historia (...) Lo tiene siempre así, de enero a diciembre y de lunes a domingo, pero lo tiene especialmente cuando toca a Semana Santa.» Así ha arrancado Carlos Aganzo el pregón que anuncia la Semana Santa de Valladolid, un texto que recorre los silencios de una Pasión que supone un «manual callejero de arte y teología», «el gran drama del mundo desde hace mil años». El director de El Norte de Castilla ha ensalzado «el mayor auto sacramental al aire libre que existe» en una Catedral abarrotada en la que en su voz han sonado poemas de Gonzalo Rojas, Octavio Paz, Gerardo Diego, Lamet, Emily Dickinson o José Ángel Valente, en quienes se ha apoyado para recorrer cada sentimiento que transmite la Pasión vallisoletana.

Aganzo ha transmitido la experiencia de la contemplación de la belleza que se vive en las calles de Valladolid «como en el escenario de un sueño», pero ha advertido de que «no he venido hoy aquí a hablar únicamente de la viva impresión que causa en el alma el paso bamboleante de los actores de la Pasión, sino también de uno de los rasgos más característicos de su Semana Santa: esa inmersión que vive la ciudad, por unos días,en el Gran Silencio».

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En su recorrido por la muerte y resurrección de Jesús, el pregonero ha asegurado que «entrar de verdad en la Semana Santa de Valladolid es entregarse a la contemplación pura, y descubrir entonces la belleza conmovedora de las imágenes que concibieron para la ciudad los imagineros de la escuela castellana, a través de estos 59 pasos que contienen las tallas de mayor valor artístico del mundo». Aganzo ha destacado tanto las obras como a sus autores, y se ha detenido especialmente en Juan de Juni y su Señora de las Angustias, pero también en Pompeyo Leoni, el autor del «espectacular» Cristo de las Mercedes y en Gregorio Fernández y su Atado a la Columna, «una de las piezas más bellas de la imaginería española de todos los tiempos».

El pregonero se ha adentrado también en el ejercicio de la mística, que no es «solo el privilegio de hombres y mujeres que traspasaron los fuertes y las fronteras de lo posible y lo imposible, como hicieron Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. La necesidad, la oportunidad de hablar, de comunicarnos con Dios es una condición fieramente humana. Aunque a veces creamos que lo único que hacemos es hablar con nosotros mismos». Y siguió ahondando en el hilo conductor de su pregón, el silencio: «Para mirar bien las cosas, para alcanzar de ellas su significado profundo, hay que saber mirarlas con silencio. Es decir, sin ruido, sin interferencia, sin exceso de connotación. Hay que vaciarse, como el cuenco místico, para volverse a llenar después con lo que de verdad es importante.»

El dolor del auto sacramental tocaba ya a su fin. «Valladolid del silencio, Valladolid del corazón ardido, Valladolid de la noche oscura del alma contempla alucinado el milagro. Y la ciudad se hace toda transparencia», ha leído el pregonero antes de finalizar con el poema 'Muerte y resurrección' de José Ángel Valente.

El concierto

El acto del pregón terminó con un concierto en el que se estrenó el himno de la Semana Santa de Valladolid, de Carlos Estébanez García, a cargo de la coral Musicalia y la orquesta de cámara de San Benito.

Antes de esta pieza, que cerró todo el acto, la coral, dirigida por Antonio Nieto, interpretó 'Benedixiste', de J. G. Rheinberger. Y, a continuación, la orquesta de cámara de San Benito interpretó la 'Elegía', de Tchaikovsky (www.elnortedecastilla.es)

TEXTO ÍNTEGRO DEL PREGÓN

Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo

Excelentísimo Señor Alcalde

Señor Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa

Autoridades. Cofrades. Compañeros, queridos amigos y vecinos de Valladolid.

“De Madrid, los estremos; de Valladolid, los medios”. Así decía Cervantes, por boca del licenciado Vidriera. Y aún decía más: “De Madrid, cielo y suelo; de Valladolid, los entresuelos…”. Los entresuelos, los entresijos, las entretelas. Valladolid tiene el corazón tejido con paño de oro. Paño recio sobre la piel más recia todavía. Valladolid tiene el corazón trenzado con los ñudos de la historia. Correoso en la superficie y tierno en el interior. Encencellado por fuera y ardido por dentro. Entrevelado de niebla y de nostalgia… Lo tiene siempre así, de enero a diciembre y de lunes a domingo, pero lo tiene muy especialmente cuando toca a Semana Santa.

Hoy es viernes de la cuarta semana de Cuaresma. Y el corazón de Valladolid redobla en secreto como un terremoto de interior, como un volcán escondido, porque ya tenemos a la puertas nuestra Semana de Pasión. Es tiempo de emoción contenida en el preludio del Gran Silencio.

Dicen que la Semana Santa de Valladolid es el mayor auto sacramental al aire libre que existe. Un gran drama litúrgico que se celebra, con nubes y con claros, por lo menos desde el siglo XV. Un marasmo de pasos y cofrades. Un manual callejero de arte y teología. El escenario mayor de la obra más representada de todos los tiempos: el recordatorio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. El gran drama del mundo desde hace dos mil años.

Y así sucede cada vez cuando la ciudad moderna, la del día a día, la del tráfago de los afanes y las horas, se hunde maravillosamente en el tiempo al llegar la Semana Santa. Regresa a su condición de antigua Corte del Reino y capital del Imperio de las Españas. Vuelve a dar a luz al rey Felipe IV en día de Viernes Santo, convirtiéndolo de inmediato en zahorí, en localizador perpetuo de aguas profundas… Un hechizo que se cumple cada año en la convocatoria de la Semana de Pasión.

Sobre aquellos primitivos pasos de cartón y lino, las tallas de madera de los grandes imagineros de la Escuela de Valladolid. Sobre las primeras recoletas procesiones en el interior de los conventos, esta gran manifestación popular en la que participan decenas de miles de vallisoletanos, y de la que disfrutan muchos centenares de miles más, llegados de todas partes al reclamo del prodigio. “El brillo callejero y la hermosura de los pasos desfilando con sus cofrades”, en palabras del cronista Teófanes Egido.

Uno tiende a pensar, tal es el empaque de ésta entre las semanas santas castellanas, que siempre fue así, por los siglos de los siglos amén. Siempre el mismo modelo de devoción y silencio. Pero a fe que en el siglo XVII, en pleno frenesí imaginero, las procesiones de Valladolid debieron ser muy distintas. Frente al silencio del XXI, los murmullos, las voces y hasta las imprecaciones públicas del XVII. Como en las obras de Shakespeare y de Calderón, de Lope de Vega y de Molière. Gritos e improperios callejeros contra los chuscos sayones que atropellaron a Cristo. La voz del pueblo, en defecto de otras protestas menos consentidas, vertiendo su indignación en los deicidas…

Abstraídas y solas, con los rostros y las expresiones con los que las dotaron Juan de Juni, Pompeyo Leoni o Gregorio Fernández, sin duda las imágenes principales de la Semana Santa bastarían para seguir representando, con fidelidad y verdad estremecedoras, este gran auto sacramental cristiano de Valladolid. Pero seguramente la aportación más personal de la ciudad del Pisuerga, la más teatral y sorprendente, es la de esa maravillosa colección de secundarios que actúan, en este teatro litúrgico, al lado de los protagonistas principales. Esos sayones satíricos, grotescos, caricaturescos, enojosamente parecidos a lo más feo de nuestros corazones. Esos siniestros lacayos del dolor que yo algunas veces he imaginado cobrando vida cuando nadie los mira, y actuando por su cuenta en las noches sin tiempo del Museo Nacional de Escultura, como en una pesadilla valleinclanesca…

¡De qué manera siguen siendo válidos los pasmarotes del XVII para representar los vicios y las iniquidades de los hombres reales del XXI! Como nos dice Enrique Gavilán, “Algo tan aparentemente marginal como el teatro se convierte en modo clave para entender la sociedad actual, una sociedad patológicamente teatralizada que, sin embargo, no acude al teatro. De una forma simétrica, un fenómeno en principio tan antiguo como las procesiones de Semana Santa muestra una capacidad de adaptación sorprendente a la sociedad actual, apuntando una paradoja de la condición posmoderna”.

¡Barrocos sayones posmodernos! ¡Caricato del alma corrompida!

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Pero yo no he venido hoy aquí a hablar únicamente de la viva impresión que causa en el alma el paso bamboleante de los actores de la Pasión, principales o secundarios, por las calles de Valladolid, sino también de uno de los rasgos más característicos de su Semana Santa: esa inmersión que vive la ciudad, por unos días, en el Gran Silencio. En esa “única voz” que enunciara el gran poeta chileno Gonzalo Rojas en uno de sus poemas más conocidos:

Oh voz, única voz: todo el hueco del mar,

todo el hueco del mar no bastaría,

todo el hueco del cielo,

toda la cavidad de la hermosura

no bastaría para contenerte,

y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera

oh majestad, tú nunca,

tú nunca cesarías de estar en todas partes,

porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,

porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,

y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.

Junto a la experiencia de la contemplación de la belleza, junto a la emoción del drama, vivido en las calles de Valladolid como en el escenario de un sueño, sin duda lo que más estremece en estas procesiones nuestras, de raíz tan genuinamente castellana, es la predilección por el silencio. No silencio vacío, sino grito interior. No ausencia simple de sonido, sino presencia de la música callada, del sonido secreto que ilumina el alma y la prepara para una turbadora experiencia sensitiva. Una experiencia que bien podría expresarse con las palabras del poeta mexicano Octavio Paz, del que ahora estamos celebrando, precisamente, su centenario:

Así como del fondo de la música

brota una nota

que mientras vibra crece y se adelgaza

hasta que en otra música enmudece,

brota del fondo del silencio

otro silencio, aguda torre, espada,

y sube y crece y nos suspende

y mientras sube caen

recuerdos, esperanzas,

las pequeñas mentiras y las grandes,

y queremos gritar y en la garganta

se desvanece el grito:

desembocamos al silencio

en donde los silencios enmudecen.

Mucho tienen que ver en esta elección del silencio los cofrades y las cofradías y hermandades de Valladolid, su abolengo de recia urdimbre en las asociaciones más viejas, las de los siglos XV y XVI, pero también en las nuevas, las que surgieron en el siglo XX a raíz del impulso del arzobispo Gandásegui, auxiliado en su afán semanasantero por el arquitecto Juan Agapito y Revilla y por el director del Museo Provincial de Bellas Artes (hoy Museo Nacional de Escultura) Francisco de Cossío.

Asociaciones de hermandad y de amor fraterno. Cofradías de sangre y de luz que se han forjado buscando la identidad colectiva, el sentimiento vivo de pertenencia al grupo, la necesidad de convertir las vivencias personales en vivencias colectivas. Ésa nueva familia que hace del amigo, hermano; del vecino, cofrade. “Uno de los nuestros”. Sin necesidad de más palabras.

Hablar en Valladolid de cofradías es hacerlo de la Vera Cruz, nacida en el siglo XV en el seno de la orden franciscana, y recordar en silencio una vez más, como cada año, la vieja historia de Santa Elena, la madre del emperador Constantino, que hizo demoler en el año 326 el templo de Venus que se había levantado en el monte Calvario para buscar los restos de la verdadera cruz de Jesús. La madera santa que devolvió a la vida a un hombre muerto cuando la emperatriz madre hizo colocar el cadáver sobre ella, para obligarla a manifestar su autenticidad. ‘La leyenda dorada’ de Santiago de Vorágine, que permitió rescatar del olvido el trágico madero de la tortura y la muerte del Hijo del Hombre en el Gólgota, allí donde los romanos habían instalado el patíbulo, sobre los restos de la vieja cantera abandonada…

Como hablar en Valladolid de cofradías es hacerlo de la Orden Franciscana Seglar, de la Venerable Orden Tercera, de la Cofradía Penitencial de la Sagrada Pasión de Cristo, fechada de 1531; y de la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias, de 1536; y de la Muy Ilustre Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad, de 1578; y de la Cofradía Penitencial de Nuestro Padre Jesús Nazareno, de 1596… Y de las que se sumaron a éstas, después de pasar la Semana Santa por la decadencia del siglo XVIII y de vivir un tibio renacer en el XIX, a partir del gran impulso de los años veinte de la vigésima centuria: las Siete Palabras, la Preciosísima Sangre, Jesús Atado a la Columna, Santo Entierro, Oración del Huerto y San Pascual Bailón, Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte, Sagrada Cena, Santísimo Cristo de la Luz, Santísimo Cristo Despojado, Cristo Camino del Calvario y Nuestra Señora de la Amargura, Santo Cristo de los Artilleros, Exaltación de la Santa Cruz y Nuestra Señora de los Dolores, Santo Sepulcro y Santísimo Cristo del Consuelo, Jesús Resucitado, María Santísima de la Alegría y las Lágrimas de San Pedro y Discípulo Amado y Jesús de Medinaceli.

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Ya he dicho antes que en Valladolid no es posible mirar con aprovechamiento todo este museo vivo, teatral y callejero si no lo hacemos con verdaderos ojos de amor y de silencio. Entrar de verdad en la Semana Santa de Valladolid es entregarse a la contemplación pura, y descubrir entonces la belleza conmovedora de las imágenes que concibieron para la ciudad los imagineros de la escuela castellana, a través de estos 59 pasos que contienen las tallas de mayor valor artístico del mundo. Ya he dicho también que en un primer momento las figuras eran de cartón, de papelón como se decía entonces, pero progresivamente, hasta convertirse en única, la flor de la imaginería se fue centrando exclusivamente en la madera. Las imágenes se llamaron tallas y los imagineros entalladores. Maestros de la gubia y el buril, del mazo y el cincel, que levantaron sus talleres rodeados de carpinteros, pintores, estofadores, doradores… Olor a viruta y a serrín, a madera perfumada, que todavía evoca, a través de los siglos, el oficio eterno del padre de Jesús…

Las extraordinarias figuras humanas que Miguel Ángel sacaba de un bloque de mármol, ignorante el bloque de la maravilla que contenía dentro, las sacaron en Valladolid de la madera los grandes imagineros de los siglos XVI y, sobre todo, XVII. “Yo que crecí dentro de un árbol / tendría mucho que decir, / pero aprendí tanto silencio / que tengo mucho que callar”, escribió Pablo Neruda, como si estuviera pensando en una figura, cualquiera de ellas, de las que desfila por la Semana Santa de Valladolid.

Muchos y muy buenos son los imagineros de Valladolid. Pero yo confieso que tengo una cierta debilidad por Juan de Juni y por su talla de Nuestra Señora de las Angustias, a la que tuve el privilegio de ver coronar canónicamente en esta catedral en el año 2009. La mujer que es modelo de todas las mujeres. La angustia que es madre de todas las angustias. “Juan de Juni hinventor”. Juan de Juni que está sepultado en el convento de Santa Catalina de Siena de Valladolid. Juan de Juni que fundó, al lado de Alonso Berruguete, el maestro del dolor, la gran Escuela Castellana de escultura.

No sé si a Juni se le aparecería la Virgen como se le apareció Jesús a Gregorio Fernández para servirle de modelo místico. Tampoco sé si, para sacar de la madera el bellísimo rostro de su capitana de la angustia, Juni se inspiró en las dulces madonnas italianas o si , como dicen, lo hizo en el rostro de su propia hija agonizante. Pero sí sé que esta mater dolorosa rompe el corazón más duro cuando se la ve pasar, la noche del martes santo, buscando a su hijo por la calle de la Amargura, en una de las procesiones más emocionantes del programa vallisoletano. Cuando se la contempla en silencio o cuando en silencio se lee el bellísimo poema que escribió para ella Gerardo Diego:

Dame tu mano, María,

la de las tocas moradas;

clávame tus siete espadas

en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía

tarde negra y amarilla.

Aquí, en mi torpe mejilla,

quiero ver si se retrata

esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe

ese llanto cristalino,

y a la vera del camino

permite que te acompañe.

Deja que en lágrimas bañe

la orla negra de tu manto

a los pies del árbol santo

donde tu fruto se mustia.

Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.

El gran Juan de Juni, maestro del XVI a cuyo lado hay que situar inmediatamente, ya con un pie en el XVII, al no menos grande Pompeyo Leoni, el retratista del césar Carlos, el autor del espectacular Cristo de las Mercedes, protagonista del paso ‘En tus manos encomiendo mi espíritu’, que desfila con los hermanos de las Siete Palabras. Y enseguida a Francisco del Rincón, el introductor de Gregorio Fernández en la corte de Felipe III, el protegido del duque de Lerma, cuya huella se intuye en el Cristo de los Carboneros, quizás en el de las Batallas…

Buscando en su corazón, buceando en el silencio de una noche de insomnio y adivinaciones, el gran Gregorio Fernández encontró el rostro exacto de Jesús, y lo dejó para siempre Atado a la Columna, en una de las piezas más bellas de la imaginería española de todos los tiempos. “¿Dónde me viste que tan bien me retrataste?”. En sus extraordinarias lecciones de anatomía, en la expresión auténtica que confieren a sus imágenes los ojos de cristal, las uñas y los dientes de marfil, el sudor de la resina, el corcho de los coágulos de sangre, las coronas de espina naturales que él mismo trenzaba y colocaba sobre su nueva criatura como signo de que la había terminado… en todas estas cosas, y en alguna más, Gregorio Fernández le da a Valladolid lo que Valladolid necesitaba para su Semana Santa: un verismo dramático que pone los pelos de punta; una reconstrucción sensible de la oscura belleza del dolor; una piedad profunda del hombre ante los despojos lacerados de su condición humana… Nadie como él supo retratar a Jesús mortificado, pero tampoco salió de ningún otro taller, como del suyo, una colección de personajes secundarios, los impresionantes sayones de la Semana Santa de Valladolid, que por sí solos bastarían también para explicar por qué no existe ninguna otra semana de Pasión como ésta. Personajes que, queriendo o sin querer, son un trasunto de las gentes de aquel Valladolid popular del XVII, rostros de labriegos y escribanos, de mercaderes y arrimeros a la Corte de un Imperio que, desde su cenit, empezaba ya a desmoronarse por la cuesta de los siglos. Actores de reparto que en sus expresiones, en sus modos, en sus ademanes, llevan también esa carga un poco tosca, un poco salvaje pero tremendamente significativa, de los personajes de las novelas de Miguel Delibes. Toda la grandeza y la miseria de la Castilla ancestral…

Perdidos en el silencio de la noche vallisoletana, por las calles de la historia desfilan su Cristo de la Caña, su Jesús con la Cruz a cuestas, su Cristo de Laguna, su Cristo del Amparo, su Cristo del Consuelo, pero sobre todo sus dos obras maestras para mí, el Cristo Yacente de 1634, el que se custodia en la iglesia de San Miguel y San Julián y desfila con la Cofradía del Descendimiento, único en su género y que sigue encerrando un misterio que nadie ha sabido todavía resolver, y el extraordinario Cristo de la Luz, del que he tenido el honor en su día de ser su pregonero. “Hay una luz que empieza en la misma frontera de las tinieblas del hombre, y que nos deja vivir en la esperanza aún en los momentos más oscuros”, me dijo silenciosamente cuando pasé, encerrado con él a solas en la capilla del palacio de Santa Cruz, una de las horas más estremecedoras de mi vida.

Eso sí, para quienes pensaban que el de Sarria sólo supo entenderse con los rostros de Cristo y sus verdugos les diré que se equivocan. Basta mirar la mirada de la Quinta Angustia, deshecha en su piedad con el hijo muerto en los brazos, para comprobarlo. O la cara de la Dolorosa de la Vera Cruz, sobre la que escribió Bosarte: “El rostro es de tal belleza que si los ángeles del cielo no bajan a hacerla más bella de manos de hombre no hay más que esperar”. No me extraña que, copiándola, la hayan querido tener en su casa las carmelitas de Medina de Rioseco.

El sayón de la trompeta, que desfila formando parte del paso Camino del Calvario, parece estar anunciando a bombo y platillo este gran teatro sacramental que Gregorio Fernández talló para la ciudad de Valladolid. Después, en sus Descendimientos, asistimos atónitos al despliegue de toda esa dramaturgia silenciosa que caracteriza la Pasión vallisoletana. Crucificado a causa de sus pecados, en el buen ladrón que acompaña a Jesús en los últimos momentos de su vida puso el imaginero el rostro del valido del rey Felipe, que no quiso pagarle a tiempo lo que le debía por sus trabajos en la Colegiata de Lerma. Hasta en eso la historia, terne y caprichosa, se resiste a marcharse de las calles de la ciudad del Pisuerga.

También en el XVII, siguiendo la estela del gallego, nuevos virtuosos de la imaginería que contribuyeron a consolidar la expresividad y la fuerza de la Escuela Castellana, desde Francisco Fermín hasta Juan de Ávila y su hijo Pedro, pasando por Andrés de Solanes, Francisco Díez de Tudanca, Alonso y José de Rozas, Juan Antonio de la Peña y Bernardo del Rincón, nieto de aquel Francisco del que dicen que pudo realizar, codo con codo con Gregorio Fernández, el espectacular paso de la ‘Elevación de la Cruz’.

No faltaron en el XVIII manos como las de Pedro de Sierra y Claudio Cortijo para seguir dándole a la madera los gestos, los rostros, las emociones de la Pasión de Jesús. Hasta enlazar con los maestros contemporáneos, que tomaron la herencia de los grandes imagineros barrocos y renacentistas y la hicieron suya para emprender una nueva etapa, la del siglo XX, de la Semana Santa de Valladolid: ellos son Juan Guraya, José Antonio Hernández Navarro, Miguel Ángel González Jurado, Miguel Ángel Tapia, Ricardo Flecha. Genaro Lázaro Gumiel, Francisco Fernández Enríquez, José Antonio Saavedra o Leocricio Rodríguez de Monar.

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Grandes momentos estelares tiene la Semana Santa de Valladolid. Empezando por este pregón solemne de la catedral, que tan nombrados pregoneros ha tenido en su trayectoria. Es un honor inmenso formar parte de esta nómina.

Continuando por el soneto y el sermón de las Siete Palabras, en cuya celebración tuve la fortuna de poder participar el año pasado. Septem Verba, decía el soneto que llamaba a recordar las siete últimas palabras de Jesús en la Cruz. Siete Palabras de nuestra Semana Santa, por cierto, que yo descubrí una vez, cuando ni siquiera soñaba con venir a vivir a esta ciudad, en la película ‘Una muchachita de Valladolid’, de Luis César Amadori, del año 1958. Es difícil expresar lo que uno siente cuando escucha de labios de Álvaro, el jinete pregonero, declamar esta llamada a los vallisoletanos que recorre las calles de la ciudad, desafiando la lluvia, el frío, las inclemencias del tiempo y los zarpazos de la modernidad.

Grandes momentos, momentos muy especiales, que se viven en cada una de las procesiones cuando sobre el fragor del día surgen ya los atardeceres y los recogimientos, cuando la noche va penetrando nuestro ser con su velo de misterio, cuando las calles de la ciudad, oh prodigio, se van convirtiendo en calles sin tiempo, en calles de la pasión y de la historia, en calles que son escenario vivo de un oficio de tinieblas sobre el que se escenifica la Pasión de Jesús.

Ésta es, sobre todo y ante todo, la virtud de la Procesión General de la Sagrada Pasión del Redentor que, cada Viernes Santo, representa en Valladolid, con una fidelidad y un detalle que no existen en ninguna otra Semana Santa, cada uno de los capítulos del prendimiento, el martirio, la muerte y la resurrección del Hijo del Hombre. Un testamento nuevo y vivo, agitado en su deambular callejero por las calles de un Valladolid percutido por el silencio, que alcanza cotas de expresividad inusitadas. Y que lo hace con esta vocación al menos desde 1810.

Lo que no hemos visto en el resto de las procesiones, se completa con el muestrario de la Procesión General. Y entre todas ofrecen el relato más fidedigno de aquel suceso. Inmediatamente después de la entrada en Jerusalén a lomos de la Borriquilla, con las únicas piezas de papelón que todavía perviven de la antigua usanza, enseguida comienza la Sagrada Cena, y al cabo de ella la noche del insomnio y el desasosiego, la Oración del Huerto. Fue por la primavera, una primavera como ésta, si bien en otro espacio y otro tiempo, cuando Jesús le pidió a su padre que apartara de él el cáliz del suplicio. Sin conseguirlo. Por la primavera fue, como nos canta Carlos Murciano en su poema, cuando con el beso del Iscariote se fraguó la traición de Jesús.

Fue por la primavera. Un viento anochecido

empujaba la pompa de jabón de la luna.

El Cedrón susurraba como niño dormido.

Getsemaní crecía su aceituna.

Fue por la primavera. El olivar bebía

la clara madrugada.

Dios oraba y gemía

a Dios, sobre la tierra ensangrentada.

Se alzó. Como una paloma de amargura,

como un junco moreno y vacilante.

- ¿Duermes Simón? Temblaba de dulzura,

temblaba de ternura su semblante.

Luego dijo: -Es la hora-. Volvió la frente al cielo

y adelantó unos pasos por ver al que venía.

Se oyó: -Salud, Rabí-. Rodó un beso hasta el suelo.

Judas tocó sus labios y ya no los tenía.

Jesús puso sus manos para que las ataran.

La luna ocultó en nube su lágrima primera.

Y mientras que dejaba que lo crucificaran

once sombras huyeron su amor por la ladera.

A partir de aquí, todo fue un terrible camino de dolor, que terminó con la muerte de Jesús en la vera cruz del suplicio. Y Valladolid nos lo cuenta, recogida sobre si misma, como un clamor mudo sobre el que desfilan, uno tras otro, los fotogramas de la tragedia. En primer lugar, el Prendimiento, y la oreja de Malco cortada por la espada de Pedro; después la Flagelación del Cristo atado a la columna. Hay un momento detenido, justo antes de la tragedia, que en Valladolid se retrata de manera muy singular. En el paso ‘Preparativos para la Flagelación’, José Antonio Hernández Navarro presenta a Jesús, con su cuerpo todavía intacto, en el instante preciso en el que se va a iniciar el drama; aunque es la serenidad en el rostro, en los gestos, lo que predomina en la escena, si lo miramos bien en los ojos del reo ya se dibuja el tormento que vendrá después. Casi como lo describe el poeta Pedro Miguel Lamet en su poema:

Ahorradme las palabras, habría dicho.

¿Puede el fuego guardarse en una arqueta?

Despojad de artificio este milagro

de Hombre en despedida.

Y quedaron sus manos en un gesto

de cascadas y mar en precipicio,

un cosmos encerrado en una hogaza

que se parte en silencio.

Dos manos que aún estaban casi intactas.

Tras el azote con el astrágalo vienen el sarcasmo del Ecce Homo, la humillación pública del Rey de los Judíos, la reducción del Dios a las más bajas condiciones del Hombre. Tal como se retrata en los pasos ‘El Señor Atado a la Columna’, ‘Nuestro Padre Jesús Flagelado’, ‘El Azotamiento del Señor’ y ‘Ecce Homo’… Y las ‘Lágrimas de San Pedro’, arrepentido de haber negado a Jesús hasta tres veces antes de que cantara el gallo.

A continuación viene el Nazareno, el condenado a cargar con su propia cruz, el símbolo eterno del hombre que camina a cuestas con su sufrimiento. Por tradición familiar, porque mi padre ya cantaba en su iglesia de Madrid, Jesús de Medinaceli tiene para mí un significado especial. Lo he visto desfilar, solo y deshabitado, por las calles de un Madrid inusualmente congelado frente al tráfago, envuelto en un misterioso halo de silencio, entre la majestad y la derrota. En la casa de mis abuelos, cuando yo tenía cinco años, un Jesús de Medinaceli en blanco y negro me miraba, me colocara donde me colocara en la habitación, antes de irme a acostar. ¡No había manera de sustraerse a su mirada! Y ahora lo veo incorporado, con toda su larga historia de pérdidas, esclavitudes, vejaciones y recuperaciones, incorporado con enorme naturalidad a las procesiones de Valladolid. Con la misma emoción. Con el mismo silencio contenido. Con la misma pequeñez grandiosa del Dios apocopado en Rey; del Rey apocopado en Hombre; del Hombre apocopado en víctima del hombre.

Con la cruz a cuestas y la corona de espinas camina Nuestro Padre Jesús Nazareno, y Nuestro Padre Jesús con la Cruz a Cuestas, ambas de nítida escuela castellana. ‘Camino del Calvario’, en las versiones barroca de Pedro de la Cuadra y contemporánea, de Miguel Ángel González Jurado, la derrota y el desfondamiento de Jesús son inminentes.

También aquí Valladolid se toma su tiempo para desplegar, con todo lujo de detalles, las escenas principales de la Pasión. Con los ‘Preparativos para la Crucifixión’, nos ocurre como con los ‘Preparativos para la Flagelación’. Antes del drama final, el autor suspende caprichosamente el tiempo, despliega ante nuestros ojos el muestrario de los protagonistas de la tragedia, y anticipa el momento fatal en el trajín de los preliminares… La crónica de una muerte anunciada, en el mejor estilo narrativo de este gran auto sacramental vallisoletano. La barrena y el redopelo. Las patillas sainetescas de los sayones… Enseguida, el Cristo Despojado de su túnica, el paso de la Humanidad de Cristo. Y la trágica Elevación de la Cruz, que es pura construcción escénica del retablo donde se va a desarrollar la tragedia.

Y a partir de ahí la cruz, y sólo la cruz. Una desgarradora colección de cristos vivos –el de la Agonía, el de la Fe, el del Calvario-; de cristos que se encuentran en el límite entre la vida y la muerte –el del Monte Calvario, el del Humilladero-, y de cristos que han entregado ya definitivamente su alma al padre, penetrando penosamente en el mundo de las tinieblas, en busca de otra luz –el de la Buena Muerte, el de las Cinco Llagas, el de la Exaltación, el de la Preciosa Sangre, el del Olvido, el del Consuelo, el de los Carboneros-.

La cruz y, como no podría ser de otra manera en una Semana Santa como la de Valladolid, un detenimiento concienzudo en las Siete Palabras. Un paso con cada palabra y cada palabra en su paso. ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’, con el Cristo de los Trabajos; ‘Hoy estarás conmigo en el paraíso’, con el Cristo de las Batallas; ‘Madre, ahí tienes a tu hijo’, con el Santo Cristo del Amparo; ‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado’, con su Cristo de autor anónimo del XVI; ‘Sed tengo’, con todo el teatral aparejo con el que concibió Gregorio Fernández la escena de la esponja de hiel, incluidos los sayones que se juegan la túnica de Jesús a los dados; ‘Todo está consumado’, con su magnífico Cristo barroco, y ‘En tus manos encomiendo mi espíritu’, con el espléndido Cristo de las Mercedes. Una extraordinaria parábola imaginera sobre el abandono de Jesús en los últimos instantes de su vida. Como lo dice el poema ‘Un Hombre solo’:

Dime dónde están ahora

aquellos que gritaban

mi nombre entre las palmas.

Dónde cuando el dolor

de la traición y el engaño

se fue llagando en mi frente

como corona de espinas.

Cómo es que dejaron sola

a mi madre, al amigo

para mí más querido,

aquel que reposaba ayer sobre mi pecho

con dulzura de ángel

y hoy va deshabitado,

apartando a su paso calaveras

en este oscuro Gólgota

de los desengañados...

¿Cómo has podido, padre,

dejarme aquí tan solo,

oyendo únicamente la voz de los soldados

que se juegan mi túnica,

y ese sordo lamento

de los que esperan la muerte

sin remisión posible?

¿Por qué si me trajiste

aquí como el heraldo

más alto de tu templo?

¿Por qué si tuve entera

Jerusalén a mis plantas,

si me amaban los niños,

si tenía la dulce sonrisa de María

envuelta en la pomada

que alivia las tristezas del camino;

si hubo doce leales

que partieron conmigo

el pan de la concordia?

¿Por qué este aliento amargo

de hiel que hay en mi boca

rota de ángel caído?

Tanto dolor de Dios

para un hombre tan solo.

Jesús ha muerto. Y aunque ha prometido regresar a la vida después del tercer día, por el momento todo en Valladolid es dolor y negrura. Derrota y abatimiento en el Descendimiento, como lo retrata en ese extraordinario cuadro escénico, pleno de movimiento, Gregorio Fernández: Nicodemo y José de Arimatea en lo alto de la cruz; un revuelo de túnicas agitadas por el dolor entre la madre, el discípulo predilecto y María Magdalena; el toque del autor con el soldado que desclava los pies del crucificado. Y la memoria popular del reventón… Enseguida va Cristo de la Cruz a María, con José de Arimatea tal como lo concibió José Antonio Saavedra. Y todos los rostros trágicos de la madre del dolor: la Quinta Angustia, la Amargura, los Dolores… Nuestra Señora de las Angustias y de la Vera Cruz.

Cristo crucificado ya es Cristo Yacente. Y desde el Gólgota, un camino de espinas se despliega hasta el Santo Sepulcro. Allí, en la sepultura de Jesús, tiene lugar esta escena que hoy tenemos junto a nosotros, amorosamente custodiada, adornada y paseada cada año por la Cofradía del Santo Sepulcro y Santísimo Cristo del Consuelo, cuyo origen se remonta a la Asociación Josefina, que fundaron los carmelitas descalzos, devotos como son de San José y de la Sagrada Familia, a principios de 1897. Cristo del Consuelo y Virgen de la Alegría, memorias de la luz en el momento más oscuro del túnel de la soledad.

Jesús duerme en su lecho de oro, esperando el momento de renacer a la vida. “Los sumos sacerdotes y los fariseos –nos dice San Mateo-, fueron juntos a Pilato y le dijeron: Señor, nos hemos acordado de que ese seductor dijo cuando aún vivía: A los tres días resucitaré. Manda asegurar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos, y el último engaño sea peor que el primero. Pilato les dijo: Tenéis guardias, id y aseguradlo como creáis. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y montando la guardia. Pasado el sábado, al rayar el alba, el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. De pronto hubo un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era como un rayo, y su vestido blanco como la nieve. Los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos”.

Aquí tenemos a los ángeles, tallados por la mano de José de Rozas en 1696, y a los soldados, tallados por su padre, Alonso de Rozas, dieciséis años antes, de acuerdo con los predicamentos de la escuela de Gregorio Fernández. Una escena que nos sume de nuevo en el más absoluto silencio, hasta escuchar en nuestros oídos la música lejana del poema de Emily Dickinson ‘Veo junto a mí los sepulcros grises’:

Al partir del fulgor de esta vida

nuestro último deseo se mezcla con el tuyo

y lucha y se afana para seguir

con ojos nublados tu querida faz.

(…)

Mejor es que tu amoroso pecho

nos dejes reclinar en eterno descanso,

o despertar para compartir contigo

una misma inmortalidad.

Es la hora de esperar el milagro. El único desenlace posible a la sucesión de tanto dolor, de tanta aberración humana, de tanta intemperie como hemos visto… Es la hora de mirar con los ojos del corazón, de hablar con Dios con las palabras del silencio. “Si hablar quieres con Dios, a este horizonte viajero acudirás”, decía Francisco Pino refiriéndose a la llanura mística de Castilla.

Porque el ejercicio de la mística, créanme ustedes, no es sólo el privilegio de hombres y mujeres que traspasaron los fuertes y las fronteras de lo posible y lo imposible, como hicieron Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. La necesidad, la oportunidad de hablar, de comunicarnos con Dios es una condición fieramente humana. Aunque a veces creamos que lo único que hacemos es hablar con nosotros mismos. Con Dios habla el que mira el mar con ojos de silencio. Habla con Dios el que se llegó a la montaña y sube sendero arriba escuchando las secretas voces del silencio. Con Dios departe el que corta el rosal en el huerto interior de su casa y se arrebata y se pierde en los sonidos del silencio. “Quien habla solo espera / hablar a Dios un día”, decía don Antonio Machado.

Para mirar bien las cosas, para alcanzar de ellas su significado profundo, hay que saber mirarlas con silencio. Es decir, sin ruido, sin interferencia, sin exceso de connotación. Hay que vaciarse, como el cuenco místico, para volverse a llenar después con lo que de verdad es importante. Hay que quedarse sordo para poder escuchar la sutil melodía de la música callada, el deleite de la soledad sonora, lo que sólo puede mirarse con ojos de silencio. Misterium tremendum, escribe Guardini en su ‘Meditación sobre el silencio’: “Ser silencioso es no hablar. Pero, pensándolo bien, se advierte que el silencio es todo lo contrario de la nada: es plenitud de vida”. O Tersteegen: “¡Señor, habla Tú solo / en el profundo silencio! / A mí en la oscuridad”.

Como ánfora, decías,

llena con el vacío de los sueños.

Más y más el desierto

hasta dejar colmada

la vasija del alma.

Un agua silenciosa

que se trasvasa lenta,

inexorablemente,

desde el ser a la nada.

Más menos de mí, más del silencio.

(…)

Creo que es ahora cuando suena en mis oídos

la voz de la no música,

la única canción

que mejora el silencio.

No tiene vibración y no respira.

Rehúye los paisajes melodiosos

y no guarda compás.

Es la pura armonía del silencio sonando

desde dentro y hacia dentro.

El silencio que viene del silencio.

Contemplar la belleza nos redime. Y la belleza de las imágenes que desfilan, una tras otra, en la Procesión General, sin duda nos ayuda a interpretar mejor este gran conflicto que el mundo de la cristiandad trata de resolver cada Semana Santa. Pero la belleza no está sólo en las deslumbrantes maneras del Barroco, en la impronta de sus imágenes, en el hechizo radical que las imágenes de los hombres, en su divinidad como en sus más bajas pasiones, siguen ejerciendo sobre los otros hombres. A veces la belleza está en el puro signo. En la contemplación silenciosa de la verdad interior: aquello que nos cuentan, en su despojamiento, la Santa Cruz desnuda, de Francisco Fernández de León, o la Santa Cruz, a secas, que la humildad de los franciscanos de la Venerable Orden Tercera pasean el jueves y el viernes santo.

Sobre la cruz de Jesús, la sombra de la muerte. Pero también los brotes nuevos, intuidos con emoción, del árbol de la vida. La prueba definitiva del alma ante la inexistencia, como en el desgarrador poema de Emily Dickinson ‘No es cobarde mi alma’:

No es cobarde mi alma.

No tiembla ante la atormentada esfera del mundo.

Veo cómo brillan las glorias del cielo,

y cómo brilla mi fe que el temor me defiende.

Oh Dios que estás en mi pecho,

poderosa deidad siempre presente,

oh Vida que en mí descansas,

como yo, Vida Eterna, descanso en ti.

Vanas, del todo vanas,

son las miles de creencias

que mueven el corazón del hombre,

inertes como juncos marchitos,

inútiles como la espuma del ancho mar,

para despertar en algún alma la duda

asida tan fuerte por la infinitud,

con tanta fuerza anclada

en la segura roca de la Inmortalidad.

En un amplio abrazo de amor

tu espíritu anima años sin fin,

y allá arriba reina y medita,

cambia, sostiene, disuelve,

crea y da vida.

Aunque la tierra y la luna desaparecieran,

los soles y universos dejaran de existir

y tú te quedaras solo

toda existencia estaría en ti.

No hay lugar para la muerte,

ni átomo que su poder haga inútil,

puesto que tú eres el aliento y la vida,

lo que tú eres nunca se podrá extinguir.

Nuestro gran auto sacramental, nuestra memoria viva del silencio, toca a su fin. Al cabo de tanto dolor y tanta muerte, de tanto ir y venir hasta el extremo del sentido, al final la lengua de las campanas nos anuncia que Jesús ha resucitado. El Resucitado de Ricardo Flecha se encuentra con Nuestra Señora de la Alegría, de Miguel Ángel Tapia, y lo que hace tres días era separación, desgarro por la vida que se arranca de cuajo, hoy es reencuentro feliz. Ya no se celebra, como antaño con gran predicamento, la fiesta del Sudario, en los días siguientes al domingo de Resurrección, pero mientras el silencio abandona ya sus últimos cuarteles y el bullicio apunta, una vez más, a las calles de Valladolid, María se lleva la mano al pecho, y respira muy hondo la trasparencia del aire.

Valladolid del silencio, Valladolid del corazón ardido, Valladolid de la noche oscura del alma contempla alucinado el milagro. Y la ciudad se hace toda transparencia. Lo mismo que sucede en el maravilloso poema de José Ángel Valente, con el que pongo fin a este pregón: ‘Muerte y Resurrección’

No estas tú, estaban tus despojos.

Luego y después de tanto

morir no estaba el cuerpo

de la muerte.

Morir

no tiene cuerpo.

Estaba

traslúcido el lugar

donde tu cuerpo estuvo.

La piedra había sido removida.

No estabas tú, tu cuerpo, estaba

sobrevivida al fin la transparencia.

Laus Deo

Valladolid, 4 de abril de 2014

RETRANSMISIÓN ESPECIAL DE RADIO VALLADOLIDCOFRADE EN EL PREGÓN DE SEMANA SANTA

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